martes, 22 de julio de 2008

El caballo de Nietzsche


Turín, 3 de Enero de 1889. Un hombre de mediana edad pasea por la Plaza de Carlo Alberto. Vestido con pulcritud y discreción, sin ningún signo exterior estrafalario, hay algo en él que hace que algunos se fijen en su silueta cuando pasa. Quizás sea que anda deprisa. O que parece que va musitando algo. O que su aspecto en principio tan anodino, bien por su ancha frente, bien por su mirada - más allá de la plaza y de 1889 - recuerda a un halcón, una mirada febril de halcón libre que mira a sus congéneres enjaulados. En medio de la plaza se para de forma repentina. Observa como un cochero está golpeando sin piedad a su caballo. Se le enciende más su mirada y acercándose al cochero, le recrimina y se abraza al cuello del caballo golpeado y ahí, con la cara oculta entre las crines, llora amargamente, desconsoladamente, un llanto ahíto y sin descanso. Alguien le reconoce, dice, es el huésped extranjero de la pensión de Fino. Avisan a éste y él le convence para que vuelva de nuevo a su habitación.
Esto es lo que dicen que sucedió esa fría mañana de Turín en la que Nietzsche dejó para siempre de hablar. Tres días más tarde, un amigo acudirá a buscarle a Turín, alarmado por el contenido de sus cartas. A partir de este momento, diez años de silencio y de locura le separan de la muerte. Fue el punto final de ese genio de la expresión, de la aventura aguerrida del conocimiento sin trabas, sin concesiones, que todos conocemos. Y que hacen que sus escritos sean cita obligada en cualquier estudio sobre el hombre y su pensamiento. El gran trans-valorador de la moral, el filósofo a martillazos de la afirmación de la vida, termina su periplo llorando abrazado a un caballo maltratado. ¿Fue ese abrazo un signo de su descalabro mental – algo sin sentido, una debilidad de su cerebro reblandecido- o fue, por el contrario, la bella expresión apoteósica de su odisea intelectual?

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